“Me gustan las palabras. Me gusta bajar por las mañanas a comprarlas, y elegirlas una a unacomo si fueran albaricoques maduros”, confiesa Jesús Marchamalo al iniciar esta bella singladura verbal.
Y vale -¿por qué no?-, la imagen del albaricoque para dar de fe de que cada hablante tiene dentro de sí un amplio abanico del que poder extraer un sinfín de palabras y alinearlas, saborearlas, usarlas a su modo y capricho. Tenemos un idioma tan rico, tan desbordado de vocablos hermosos que adentrarse en él es gozarlo.
Marchamalo recuerda, las palabras que amaron ciertos escritores relevantes: Octavio Paz, nube; Borges, cristal y ámbar; el propio autor, duermevela; empero, otros anotaban las palabras que detestaban: Unamuno, mocoso; Baroja, propugnar; Dámaso Alonso, bastardo…
Bienvenido sea este libro, que nos hace pensar en lo que, por próximo y cotidiano -la palabra- no revestimos de la importancia real que tiene, pues nos permite entre otras virtudes comunicarnos, ser uno en (con) los otros.